Con tono repelente dijo una persona: “A mí también me gustaría que no hubiera más guerras en el mundo, y el final del hambre, pero eso no va a ocurrir”. Parece el discurso conformista de quien ve una realidad que no le gusta a nadie, pero observa las cosas casi sin querer, y las comenta desde una atalaya intocable. Lo peor, en lo que a educación se refiere, es que no pronuncia estas palabras una persona a la que no le afecten directamente asuntos como el de la exclusión-inclusión. Más bien, es el discurso típico de personas que han asumido la discriminación que sufren hasta tal punto que ni admiten su mención.
Por supuesto no vamos a conseguir acabar con la guerra, pero con esa actitud de inacción y de cruzarse de brazos, menos aún, y todavía menos si seguimos vendiéndole armas a países que se encuentran en guerra, o dándole piedras en lugar de pan a nuestros hijos hambrientos. No vamos a terminar con ella, pero si no permanecemos impasibles ante ella, quizás logremos mitigar sus devastadores efectos.
Ahora se dice mucho eso de “igualar el terreno de juego para todos”, y en este caso lo opuesto resulta inaceptable. El estadio está inclinado y la pendiente se hace cada vez más empinada. Lo que pretende, o pretendía la nueva ley de educación, en su aspecto inclusivo, es mejorar unos centros que, hasta ahora, han tenido unos recursos materiales y humanos insuficientes como para acoger a los alumnos discapacitados (y por extensión, a toda la diversidad del alumnado). Si eso es pecado, si intentar equipar esos centros y capacitar a los maestros para atender las necesidades de cada alumno daña a alguien, no entiendo en qué planeta vivimos.
Siempre he pensado que para tener verdadera libertad de elección, se necesitan tener opciones de calidad equiparable. Ahora mismo no las hay (esas opciones); cuestionable libertad. En esta misma línea, también es menester cambiar la actitud de gran parte del profesorado y de las mismas familias, para que acoger a un estudiante discapacitado no suponga permitirle estar en el mismo aula que los demás, sino estar en ella con las mismas oportunidades con los demás.
La libertad de elección empieza cuando hay diferentes opciones entre las que elegir. Yo tengo una cantidad determinada de dinero y necesito comprar un kilo de tomates. Pues bien, si solo tengo la posibilidad de ir al centro comercial Gavilán para comprarlo no soy libre de elegir el lugar donde quiero adquirir ese kilo de tomates. Necesito que haya, además del centro comercial Gavilán, la tienda de María, el comercio de Juan, el supermercado Papa Frita, y si tengo suerte, tener un huerto en mi casa para plantar tomates yo mismo, que seguro que están mejor de sabor y precio.
Si solo puedo comprar en el Gavilán, ese centro comercial pondrá el precio que más le convenga a los tomates, la calidad de estos quedará supeditada a su mejor o peor voluntad. Pues algo parecido sucede con las escuelas, y con otro tipo de servicios que atienden a la ciudadanía, como la asistencia personal (pero eso es otra historia).
En referencia a la educación, se oyen palabras como “ahora no es el momento” “más adelante puede”. Yo suelo sospechar de mucha gente, pero más aun de quien dice esto, porque siempre se está demorando una inversión que es necesaria hacer cuanto antes mejor. La engañifa consiste en que se nos hace creer que el dinero que se destina a educación inclusiva de calidad (habría que definir calidad en algún momento) es dinero tirado al sumidero. Yo creo que es lo contrario: se gastan cantidades ingentes en centros segregados, cuantías que pueden venir bien en el corto plazo, pero a largo plazo suponen un desembolso enorme. En cambio, no se ha hecho nunca lo mismo con centros inclusivos que a medio o largo plazo suponen mayor bienestar y un ahorro económico, social y emocional muy grande.
De cualquier modo, no debemos olvidar que por mucha inversión económica y humana que realicemos ahora no vamos a terminar con este caos educativo si no intervienen todas las partes de la sociedad, y no va a ser en esta generación. El plazo será largo, pero lo más complicado a mi entender es dar el primer paso. ¿Nos caeremos durante el trayecto? Sería ingenuo si lo negara, pero ante eso tenemos las siguientes opciones: Quedarnos donde hemos estado los últimos siglos, permanecer tirados allá donde nos caigamos, o levantarnos hasta que aprendamos a caminar (con los apoyos necesarios, claro: el zapato izquierdo va siempre en el pie izquierdo tanto como la persona sorda necesitará siempre apoyos adecuados y suficientes para la comunicación). Personalmente prefiero caminar a quedarme estancado.