Cuando parece que por fin estás a punto de alcanzar a tocar el horizonte, esa línea se aleja de nuevo, lo cual es bastante ingrato. Entonces tienes que ponerte a ladrar para intentar conseguir que se respeten un poco tus derechos. De ese modo, te salen arrugas en la cara y en lo que no es la cara y te quedas muy feo. Esta es una situación límite, pero todo TODO lo tiene uno que resolver a base de ladridos. Eso no es nada alentador.

Tener el carácter agrio se está convirtiendo cada día en algo más habitual entre las personas de mi calaña. En vez de hacer las cosas como es debido (hace una década, una universidad afirmaba que el estado tenía que reformar unas mil normas para ajustarse a la Convención), observo que cuando se adapta una ley a lo establecido en el tratado internacional se aprueban leyes a todos los niveles que son contrarias a dicho documento en teoría vinculante.

Sirva como ejemplo la nueva y resplandeciente ley a favor de la eutanasia. Tal y como está redactada supone una clara invitación a ancianos y discapacitados a quitarse de en medio de por vida. Ha tenido que intervenir la ONU, con su brazo de plastilina, para que tuviera que reescribirse ese papelote de otra forma, por aquello de los eufemismos y tal. Pero aunque ahora no somos explícitamente invitados a desaparecer, la intención inicial queda. Además, se nota que el organismo internacional solo nos sirve cuando canta alabanzas a favor de nosotros, en caso contrario solemos pasar de lo que dice.

A propósito de lo anterior, leí hace unos días a un zombi, un muerto viviente, escribiendo en una red social. Decía que al ojear punto por punto cómo había quedado la norma eutanásica se veía reflejado 100% entre los que reunían todas las condiciones para optar a la “muerte digna”. Según decía esa persona, lo pintaban como que sus características hacían que su vida no era digna de ser vivida, según la ley, ni siquiera parecía que estaba vivo.

Alguna vez en los últimos tiempos, me he preguntado para qué necesitamos más regulación si la que tenemos no la cumple quien la elabora, y aparte ya tenemos una pandemia a pleno rendimiento. Pero luego veo con cierta esperanza que esta epidemia no durará eternamente y recuerdo lo de “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.

Acabo de decir “cierta esperanza”, mentira podrida. Es cierto que sé que erradicaremos la enfermedad provocada por el coronavirus más pronto que tarde. Sin embargo, no albergo ninguna esperanza en que la especie humana trate mejor a los miembros de su familia (la familia humana) después del Covid. De hecho, también me pregunto sin hallar respuesta si realmente una persona discapacitada es un ser humano y por tanto pertenece a esa familia. Luego, hay que considerar si tratar mejor a alguien supone quitárselo de la vista para no tener que ocuparse de él. Demasiadas preguntas, como los chorizos, para tan poco pan.

Dejando eso de lado, y confesando que la confianza no es uno de mis fuertes (si es que tengo alguno), el otro día leí que casi la mitad de las personas mayores tienen características que propician su situación de discapacidad (personas lentas, con audición reducida, visibilidad reducida, con trastornos en la salud mental). No sé la fuente ahora. Considero que vivir en una residencia ya de por si discapacita a las personas, sean ancianas o no. Las personas discapacitadas (de la edad que sea) han sido entonces las más afectadas durante este oleaje que todavía no ha terminado.

Mi falta de confianza es algo general, que sólo se ha visto acentuada en los últimos tiempos. Puede que uno de los factores que influyan (pero no el único en este terreno epidémico) haya sido la falta oficial de datos desglosados de personas contagiadas y más contagiadas todavía. No es serio este cementerio. Y como decía antes, las definiciones se han ido de vacaciones más o menos permanentes, o sea que, en realidad, no mucha gente sabe de lo que está hablando. Yo tampoco.

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