Fachada de la oficina de la Inspección de Trabajo en Málaga
Fachada de la oficina de la Inspección de Trabajo en Málaga

Cuando yo era así de chiquitito, pasó uno o dos veranos el primo del Picúo el del 4ºB en su piso/vivienda. Creo recordar que fue cuando mi vecino se quedó huérfano de padre porque a este se le cayó una grúa encima, pero tampoco pondría la mano en el fuego. Su primo el visitante era mayor que yo y, por lo tanto, un tío guay porque además era un poco chusmetilla y de Madrid, y eso para los chavales de provincias es lo más. Otro punto a su favor es que solía bajar la merienda que la madre del Picúo le había preparado y nos la repartía a todos los vecinos que nos juntábamos en el roqueo de enfrente de la casa.

El caso es que uno de los alimentos estrella que traía para repartir era el yogurt de la merienda del otro. Normalmente me tocaba a mí, por lo que yo lo llegué a considerar “mi yogurt”. Hasta que un día el vecino del 4ºC se lo bebió. Y me dio un berrinche propio de los ocho o nueve años que tenía, sin parar de gritarle a mi vecino que “¡me has quitado mi yogurt!”. En fin, que me dio rabia por dos motivos: nunca había visto a nadie beberse un yogurt, lo que me parecía asqueroso; el yogurt era mío y solo mío.

Porque aprecien ustedes que siempre he sido bastante posesivo con todo lo que me rodeaba y rodea. Ya puede ser un yogurt, o la ciudad donde vivo, o mi país. Y así quería llegar a dos cosas: en una parte, bastante poco considerable, la oficina de inspección de trabajo del ministerio de trabajo y economía social de Málaga es mía (se ha construido con mis impuestos, igual que se hacen carreteras con mis dineros, vías de tren, escuelas, se paga la agricultura en parte, hospitales). A lo que voy es a que no me vengan más con la dichosa preguntita de “por qué ibas tú a ese lugar”. Ese lugar es mío y no hay más que hablar.

Sin embargo, resulta que a algunos de estos lugares para cuya existencia mis padres, hermanos, tíos, amigos, vecinos y demás gente conocida pusieron dinero, no puedo entrar porque están mal diseñados y ejecutados. En mi opinión, debo poder acceder a esos sitios sin problema, sin caras largas, sin que me rechiste el funcionario al que le estoy pagando el sueldo por estar allí rascándose la nariz y hablando con el de la cafetería de al lado. Sin preguntas. Sin motivos. Porque me da la gana.

Pero ahora resulta que no puedo, y aquí viene la metáfora de turno:  yo veo la accesibilidad y todos los elementos que facilitan nuestra vida independiente incluidos en la comunidad como un toro (perdón, ese era Jesulín, no lo he podido remediar). Yo veo la accesibilidad como una cadena. Aunque el 90% de los eslabones de esa cadena estén colocados bien y sean lo suficientemente resistentes, con que un 10% de los eslabones falle de uno u otro modo  la cadena entera no funciona. Pues eso es lo que pasa aquí.

Por otra parte, las autoridades competentes e incompetentes se hacen los despistados y nadie se hace cargo del asunto en cuestión, a pesar de que reciban un buen sueldo para lo contrario. Eso a pesar de que hay cientos de leyes que impiden al ministerio y sus secuaces actuar como lo hacen. No es ya la insultante barrera arquitectónica, a ella se añade la infumable barrera actitudinal de los trabajadores del lugar y de las autoridades involucradas. Pero una cosa es predicar y otra bien diferente es dar trigo. Y eso lo he visto en tiempos de campañas electorales (predicar) y post electorales (no dar trigo).

No afirmo yo que merezca más que ningún otro ciudadano, señalo y subrayo que no soy digno de menos que nadie. En este caso es solo que unos palurdos construyeron una casa y ¡oh sorpresa! se les olvidó ponerle la puerta, o los pobrecitos la pusieron en el tejado. Lo que a mí me resulta muy sencillo discernir como que está mal, otras personas incluidos los poderes públicos lo retuercen de modo que se complica todo inmensamente haciéndome y haciéndonos a la segunda minoría más mayoritaria del mundo (solo por detrás de la mujer) la vida un poco más difícil.

El otro día mencionaba en una red social que la soledad no deseada era la peor consecuencia de la discapacidad. Se le podrían añadir otros muchos elementos, pero por ahora baste con la soledad ya mencionada, la humillación, la situación absurda generada, la tragedia que yo veo en un simple escalón frente a la obsesión de los no discapacitados porque las cosas caigan del cielo sin más que se traduce en pasotismo, y suma y sigue.

Mi antiguo asistente personal, procedente de Paraguay, se quejaba a menudo de que en su país de origen todo funcionaba a base de enchufes: si conocías a un tipo u a otra se te borraban las dificultades. Por el contrario, si no disponías de tales alianzas, no avanzabas ni un milímetro. Yo sonreía y sonrío para mis adentros ante la ingenuidad de mi antiguo asistente personal, porque aquí en Málaga y supongo que, en gran parte de España, los asuntos funcionan del mismo modo.

¡Maldita sea mi estampa por no ser un señor atractivo ni simpático, así no hay quien haga amistades entre la gente que puede cambiar las cosas!

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